En una fuente en las proximidades de una ermita en la sierra del
Xurés recogí una muestra de agua con restos del fondo,
cuando la observé al microscopio días después,
al igual que un sorprendido Leeuwenhoek admiró siglos atrás,
el agua era un bullicio de actividad, variadas formas de vida en el
microcosmos de una gota de agua. Mundos dentro de mundos. De entre
todos los microorganismos, uno era especial, Paramecium bursaria recorría
su gota con frenética actividad, un ser asombroso. Podíamos
observar unos corpúsculos verdes que estaban en su cuerpo,
eran algas, pero no se trataba de alimento capturado, eran algas ¡Vivas!.
En un acuerdo no escrito ambos seres se beneficiaban mutuamente, alimento
y estabilidad recíproca. Eran seres triunfadores.
La evolución se enriquece con un abanico de destinos entre
los cuales escoge el más adecuado en el momento, la adaptación
es vital, los más aptos sobreviven a las condiciones del instante,
pero si las condiciones cambian, la fortuna puede volverse. Las mutaciones
crean organismos semejantes pero diferentes entre si para que la evolución
escoja. Pero. ¿Es la mutación genética aleatoria
el mecanismo de cambio?. Una radiación cósmica altera
un gen que da a su poseedor cierta ventaja en la lucha por vivir,
su vida es la muerte de sus competidores, y este gen tiene del don
de perpetuarse en el tiempo. La especie cambia, la especie evoluciona.
En la actualidad hay ciertos indicios de que las mutaciones genéticas
puedan acontecer por fusión simbiótica. La idea que
está cobrando cada vez más fuerza es la de que los genes
cambian por cooperación entre especies distintas, la compenetración
es tan fuerte que funden parte de su información genética,
la nueva especie tiene algo de las otras dos, una ingeniería
genética natural. El motor evolutivo puede tener un insospechado
combustible. La evolución viaja hacia